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    El color: ‘me voy para el oriente’

    Afición, porras y jugadores entraron en comunión en la conquista del Bicampeonato de la Liga de Campeones Concacaf para el Club América

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    Por:
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    “Ya me voy para la norte, que allá se canta, con toda el alma”. Y en efecto, La Monumental, ubicada en la cabecera norte del Estadio Azteca, se hizo el epicentro de una noche mágica para el americanismo.

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    La porra más famosa de los azulcrema se reinventó e incluso trabajó horas extra. Era una Final “como cualquier otra”, de esas que la afición americanista presume con cada vez más frecuencia desde que Ricardo Peláez tomó la dirección deportiva del conjunto de Coapa. El título ya era conocido y, de hecho, América solo tenía que redondear lo hecho en San Nicolás de los Garza 7 días atrás para refrendar su corona en Concacaf.

    Incluso el rival invitaba a pensar en el dejá vu. Tigres había mordido el polvo en el Apertura 2014 en este mismo escenario. Ahora, con una plantilla envidiable, quería cobrarse la afrenta a pesar de cargar con dos goles de desventaja.

    El gran coloso de la colonia Santa Úrsula estuvo lejos de presentar la asistencia de aquel duelo entre emplumados y felinos: las obras de remodelación, la fecha y horario del compromiso lo impidieron pero el recinto sacó sus galas y adornó su fachada con pendones dorados anunciando lo que no necesitaba anunciarse: el Estadio Azteca, por enésima ocasión, sede de una Final de un certamen internacional.

    La cereza fue un trofeo vistoso, abominablemente gigante custodiado por la fuerza pública y asediado por aficionados que nutrían una fila que podría contornear Japón entero en busca de la foto del recuerdo: era la copa de la Liga de Campeones Concacaf 2015, la principal atracción antes del encuentro estratégicamente acomodada en el sector norte, muy cerca de la entrada de La Monumental, última en llegar a tomar su posición en las gradas, fiel a su costumbre.

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    Cada aficionado americanista caminaba cual si fuera rockstar en una alfombra roja, cual invitados a una selecta fiesta. La compostura se perdía solamente al momento de tomarse la foto grupal o la íntima selfie. Todas las formas correctas y las caras orgullosamente levantadas se acababan al ocupar una de las más de 80 mil butacas del Azteca.

    Sí, es una Final más ante un conocido rival, pero es una noche diferente al mismo tiempo. Es el año del centenario, y La Monumental empezó a lucir sus horas extra de trabajo con el primer mosaico de la velada: el emblema oficial de los 100 años de la institución de Coapa, un recordatorio a los jugadores que vestían la playera amarilla para que no flaquearan en su aspiración, y también para los que vestían de azul para que no olvidaran que, a pesar de calidad y cantidad en plantillas, del grado de “amígdalas”, el América y los suyos eran capaces de intimidar.

    Era un 2-0 a favor de las Águilas, pero los gritos de Campeón tardaron en aparecer, no así los “oles” que buscaban desconcentrar a jugadores clave y de temperamento radioactivo como Jesús Dueñas, Damián Álvarez o Guido Pizarro. El ánimo en las gradas parecía directamente proporcional a la explosividad en la cancha y la postura pasiva que mostraron los dirigidos por Ignacio Ambriz en el primer tiempo no fue de mucha ayuda.

    Como si se anticipara la tormenta, la afición en localidades generales empezó con la típica arenga del “Vamos América”, apenas instantes antes de que Paolo Goltz confundiera sus movimientos en la cancha para abrir la puerta de la ilusión a Tigres. André Pierre Gignac giraría la perilla y también la pierna de apoyo para sepultar el ímpetu: solo era un gol de distancia, pero hasta los motores de los autos rezagados por el tráfico en Calzada de Tlalpan se podían escuchar en las bancas.

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    “¿Quién es el mayor ganador en la historia del torneo?” preguntaba un periodista para romper la tensión aderezada con el silbatazo del descanso: “el América… dentro de 45 minutos, o eso espero”, respondía su colega, no tan convencido de sus palabras y sin saber que el América era ya, desde el año pasado, el equipo más laureado de Concacaf.

    El gol de Gignac restó plumajes incluso a Celeste, la mascota oficial del equipo y que tuvo un vuelo más corto de costumbre. La distancia entre las últimas filas y el centro del campo parecía más chica y las alas pasaron desapercibidas en el receso de 15 minutos: no hubo aplausos para el aterrizaje sobre el pequeño balón; quizás las palmas eran reservadas para un anhelado festejo, o probablemente para los manoteos de decepción que, a estas alturas, no eran descartables.

    Con Darwin fuera de circulación, no fueron pocas las personas que pensaban en Michael Arroyo, aquel que enseñara el camino del título ante Tigres en el Apertura 2014. Sí, se pensó, pero no se exigió. Ignacio Ambríz escuchó el grito escondido en las gargantas del americanismo. Darío Benedetto caminó lentamente a la línea lateral, acompañado de uno de los silencios más incómodos del futbol, en parte por su labor casi desapercibida, y en parte para que el calor de una sonora bienvenida se sintiera en el hombre al que le chocaría las manos en segundos.

    Michael Arroyo tenía a sus espaldas la responsabilidad de dinamizar a su equipo, así se lo hicieron saber los aficionados azulcremas, quienes lo bañaron en aclamaciones, cánticos y sí, por fin, aplausos. La fiesta regresó a las tribunas, los mosaicos a La Monumental, las serpentinas a la Ritual como si se celebrase el desenlace de una historia vista hasta la saciedad. Y el ecuatoriano no defraudó al lograr el empate: el rugido fue tal que los visitantes se olvidaron por completo de cómo se escucha un volcán al hacer erupción: una celebración gigantesca de azul y crema que habría hecho a más de uno rasgarse las vestiduras por la cantidad de litros de cerveza perdidos en pocos segundos: algún sacrificio habría qué hacer.

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    No hubo invasión, pero los Tigres están acompañados siempre, o casi. No volvió a saberse de la  afición visitante, que se confundía ya con la oscuridad del sector de las gradas. La fuerza sonora de la tribuna ahora se trasladaba al campo, donde Osvaldo Martínez cobraba un penal a la velocidad de la luz para dar por terminado el título internacional.

    La Monumental sacó el último de sus mosaicos de la noche: una bandera japonesa, misma que descansaba en el círculo que los jugadores americanistas formaron en la cancha como símbolo de agradecimiento después de su gesta. El epicentro era el norte de Santa Úrsula, pero desde lo más alto de las tribunas los aficionados ya preguntaban hacia qué dirección estaba Japón para usar el orgulloso dedo índice y culminar con la última foto de la velada: “ya me voy para el oriente, que allá se canta, con sake y banda”. 

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