Juegos Olímpicos

    El cursilento 'Cielito Lindo'

    "En Río de Janeiro, se ha convertido en un canto funerario o en una cantaleta banal que lleva a la risa o a la tristeza".


    Por:
    TUDN


    Imagen Ezra Shaw / Getty Images

    Por Guillermo Fadanelli | @GFadanelli

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    A finales de los años ochenta me encontraba yo en Roma. Durante un mes recorrí a pie sus calles, colinas y monumentos. Como punto de partida elegía, por lo general, Piazza Navona, la cual también se volvió mi estación de arribo. La fuente concebida por Gian Lorenzo Bernini y el obelisco egipcio mantienen todavía su contraste e imagen en mi vaga memoria.

    Una noche que apenas comenzaba y recién llegaba yo a la plaza, luego de un paseo por las orillas del río Tíber, escuché a un grupo de mexicanos jóvenes cantar el odioso estribillo de Cielito Lindo en busca de llamar la atención y de afirmar su presencia y su nacionalidad ante la mirada de los turistas y paseantes. Experimenté una suerte de fobia y desencanto y mi sentido de pertenencia a mi país se debilitó aún más.

    Una de las razones que tenía yo para viajar a otro país era conocer a sus habitantes y mezclarme entre las personas como un individuo más, un anonimato ambulante, una silueta descolorida, y jamás habría pasado por mi cabeza entonar una canción con el propósito de enaltecer mi procedencia y mi origen. Si viajara yo a algunos Juegos Olímpicos, cosa que dudo y a la que consideraría un desperdicio de mi tiempo y de mi dinero, desplumaría al águila simbólica y me abstendría de cantar Cielito Lindo, como hicieron apenas un grupo de espectadores mexicanos en consideración y apoyo al talentoso clavadista Rommel Pacheco.

    Sé que el sentido de pertenencia a un lugar es una necesidad humana que sólo algunos trashumantes, nómadas o seres errantes han logrado trascender o dejar a un lado. Sin embargo, en pos de una salvación desesperada, refiero considerar extrañas a todas las personas que me rodean, incluidas, claro está, las que comparten mi nacionalidad: he allí un mínimo gesto de liberación y elegancia: abandonar la idea de compartir un destino común.

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    A raíz de esta declaración íntima, la ausencia de medallas para la delegación mexicana en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, o su cosecha incipiente, no me causa ningún sentimiento de atribulación o decepción. Y lo anterior no sólo debido a mi personal abulia, sino a que considero tal carencia como un hecho normal en un país transgredido por el oprobio que representan la mayoría de sus gobernantes y por la franca ausencia de cohesión social, por la desconfianza a priori hacia el vecino o ciudadano y también a causa de la iniquidad económica más humillante de las que haya tenido yo noticia.

    Por ello, resulta ser una paradoja y una ironía involuntaria que el boxeador Misael Rodríguez, ganador de una medalla olímpica, haya confesado públicamente que en el pasado se vio obligado a pedir limosna en los camiones para costearse los viajes a las justas deportivas. ¿Misael, el boxeador, tiene algo en común con los ejecutivos financieros que obtienen ganancias millonarias para sus empresas sentados en sus flamantes oficinas dentro de un rascacielos en Reforma? ¿Ambos forman parte de un país? ¿Los unos deben celebrar los triunfos del otro?

    La humildad, según la definió Descartes es “la reflexión que hacemos sobre la debilidad de nuestra naturaleza, y sobre las faltas que hayamos podido cometer o que somos capaces de cometer.” La humildad se mantiene a ras del suelo y nos ayuda a reconocer nuestra diminuta estatura e incapacidad de elevarnos por encima de los gusanos y de los tubérculos.

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    El poder de representación se encuentra agrietado y moribundo en México, y tanto los gobernadores de los estados como sus congresos legislativos actúan sólo con miras a su propio beneficio; la corrupción es el deporte más practicado por ellos y tales “servidores públicos” se han revelado incapaces de construir estructuras legales con miras al desarrollo de la población que supuestamente representan. Y ello, por supuesto, también se haya relacionado directamente con la recreación y el deporte.

    En Río de Janeiro, el cursilento Cielito Lindo se ha convertido en un canto funerario o en una cantaleta banal que lleva a la risa o a la tristeza; sin embargo, también es un eco de lo que alguna vez llegó a considerarse un país o una tierra de origen.

    H.D. Thoreau escribió en Desobediencia Civil, refiriéndose a los gobiernos injustos e ineficaces: “Transformemos nuestra vida en una fricción que detenga la maquinaria.” (La maquinaria era, para Thoreau el conjunto de los malhechores que ostentan cargos públicos y procuran la injusticia). Esa fricción, desde mi punto de vista, se denomina individuo. Y el individuo es capaz de poner en entredicho, si es necesario, la pertenencia a cualquier entidad política y nacionalista; es un extraño, un ser que reflexiona acerca de su inminente soledad en su paso por la vida y se adapta a las circunstancias, mas no está esperando a que del cielo lleguen las buenas leyes, la justicia o, en este caso, las medallas olímpicas.

    La humildad es un ejercicio de conocimiento y el medio de un bienestar invaluable. Escribe Josep M. Esquirol (ya citado en esta sección): “Humildad y austeridad van juntas: mientras la humildad contrasta con la arrogancia, la austeridad es contraria a la gula y a los excesos consumistas.” Tal humildad tendría que ser una práctica cotidiana y decorosa, y muy poco tiene que ver con el hecho de ser derrotado en un deporte cualquiera para después volver al país de origen con la cola entre las piernas. Es conveniente para el mejor vivir considerarse derrotado de antemano, adoptar el semblante de un extraño y la posición de un individuo reacio a la manipulación. Quizás entonces la suma de individuos podría provocar o dar lugar a un acontecimiento que logre transformarse en un bien social.

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    Yo es otro, expresó Rimbaud y ese otro que siempre anhelé ser yo se marchó hace muchos años corriendo de Piazza Navona, abochornado e incómodo luego de escuchar a los “compatriotas” entonar la letra de Cielito Lindo inflamados de furor nacionalista. Los deportistas mexicanos —a excepción de los futbolistas, jugadores mimados por las empresas y las masas— no son responsables de ninguna derrota; ellos son, tan sólo, y parafraseando a Céline, individuos sin ninguna importancia colectiva.

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    Guillermo Fadanelli es escritor. Algunas de sus obras son: El idealista y el perro (ensayo); Plegarias de un inquilino (crónica); ¿Te veré en el desayuno?; Malacara; Educar a los topos; Lodo; Hotel DF; Mis mujeres muertas (novelas); El hombre nacido en Danzig (novela). Fundador de la revista y editorial Moho. Autor de la columna Terlenka, en El Universal. Su epitafio dirá: "Se equivocó en todo."

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