Juegos Olímpicos

    Las enseñanzas del maratón

    Rio 2016 se nos esfumó y siempre que se acaba algo y la melancolía llega, las enseñanzas que el maratón nos deja salen a relucir.

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    Por:
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    Por J.M. Oliveira | @munozoliveira

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    42 kilómetros y 195 metros, de ese tamaño es la montaña horizontal que escalan los maratonistas, y lo hacen a un paso extenuante (el récord mundial es de 2 horas 2 minutos y 57 segundos): 20 kilómetros por hora. La prueba los deja sin piernas, basta ver cómo se desploman algunos corredores apenas cruzan la meta. Lo que debe ser la recuperación, días enteros de dolor, dicen que duelen los músculos de las piernas, de las rodillas y las caderas, pero que también llegan a doler los brazos y hasta las muñecas por el braceo que acompaña a cada paso.

    Los corredores resisten bastante bien los primeros 35 kilómetros, el asunto se pone muy complicado a partir de entonces, porque las piernas ya flaquean y se acalambran, los músculos no responden; por más que tomen agua, el cuerpo se va deshidratando y debido a que la sangre se espesa, el pulso cardiaco aumenta.

    Con todo esto, el peso en la mente debe ser tremendo, no puedo imaginarme esa voluntad que se impone al dolor físico para seguir adelante; bien dice Haruki Murakami en el prefacio de su De qué hablo cuando hablo de correr: “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”; envidio esa determinación, no tengo duda de que si algo hay que hallar en la vida es determinación y para eso hay que saber hacia qué determinarnos: admiro a quienes saben a donde van y lo hacen sin dogmatismo.

    Los Juegos Olímpicos nos han entregado escenas dramáticas en el maratón. Me viene a la memoria aquel irlandés loco que abrazó a Vanderlei de Lima cuando encabezaba la carrera en Atenas 2004. Esa escena es dramática por la estupidez del manifestante, pero hay otras que son dramáticas por la forma en la que los atletas intentan a toda costa cruzar la meta.

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    Es famosa la llegada de Gabriela Andersen-Schiess al Estadio Olímpico de Los Ángeles 84, la suiza no se jugaba el pódium, las ganadoras ya habían cruzado la meta hacía tiempo, lo que estaba en juego era su pundonor, vean el video, los últimos 400 metros los camina completamente agarrotada de la pierna izquierda, doblada de dolor, a punto de desvanecerse. Apenas cruzó la meta cayó en los brazos de tres paramédicos que la auxiliaron, dice que le dolía muchísimo todo, pero estoy seguro de que aquella demostración de coraje se volvió alegría.

    En Londres 1948, el final de la carrera fue verdaderamente dramático, el belga Etienne Gailly entró al estadio olímpico en primer lugar. Desgraciadamente para él, todavía quedaban unos metros para alcanzar la meta, y el cuerpo dejó de responderle, sus pasos se volvieron lentos y duros, imaginen el dolor que sentía en sus músculos. Muy pocos metros después, el argentino Delfo Cabrera lo pasó y le arrebató el oro.

    Y el drama no acabó ahí, Gailly sentía los pasos del británico Tom Richards que venía tras él, la meta estaba cerca y pese a que trató de acelerar el paso para ganar la plata, el cuerpo simplemente no quiso obedecer. Al fin, en tercer lugar y con la cara descompuesta, como un santo después del martirio, Gailly cruzo la meta y cayó en los brazos de un hombre robusto que lo recibió con una esponja llena de agua para refrescarlo. Estaba rendido pero lleno de gloria.

    En Rio 2016, el estadounidense Galen Rupp corrió los 10,000 planos y días después corrió el maratón. Resistió junto a Kipchoge (medalla de oro) hasta el fatídico kilómetro 35 y en los últimos metros, en pleno sambódromo, le trató de quitar la plata a Lilesa, pero no le dio el cuerpo: bronce de oro. Pero lo nombro por el enorme recuerdo de Emil Zátopek, que en Helsinki 1952 ganó 3 medallas de oro: la de los 5,000, los 10,000 y el maratón. Zátopek corría muy extraño las competencias de medio fondo, como con dolor (vean los videos). En cambio el maratón lo corría sonriendo, aunque se aburriera.

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    En la magnífica novela sobre el famoso checo: Correr, el Francés Jean Echenoz lo pone así: “El hombre de rasgos descompuestos por un tremendo dolor es el Emil de la pista. El Emil de la maratón corre con la más absoluta serenidad, sin experimentar aparentemente el menor sufrimiento”.

    Desde pequeño he admirado a los maratonistas, eso me lo inculcó mi padre, a quien le gustaba correr, era su forma de ejercitarse. Hoy camina, el cuerpo ya no le da para más. Pero digo esto porque a mis 39 años, aun sueño con correr un maratón. Me imagino el esimismamiento de esas horas de practicas necesarias para lograr correr los 42,195 metros y me atraen las horas enteras que pasaría en soledad, escuchando mis terquedades, mis dolores y mis preocupaciones.

    Pienso en la carrera como una forma de meditación, de espejo interno, de alejarme de este maldito mundo de información, pantallas, mensajes, ruidos y odios. Aunque como decía Zátopek, también podría resultar aburridísimo. De cualquier forma sé que es un sueño vano, no he movido un dedo para tratar de realizarlo.

    Rio 2016 se nos esfumó y siempre que se acaba algo: una comida, una fiesta, unos Juegos Olímpicos, un Mundial, la melancolía flota como humedad tras la lluvia. Es entonces que las enseñanzas del maratón relucen: debemos aprender a no desfallecer, a tener la determinación de la voluntad para que el dolor no nos llene de sufrimiento. Ánimo, mañana volvemos a la realidad.

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    L.M. Oliveira es escritor de novelas y ensayos. Además es investigador y profesor de filosofía. Gracias a que su madre es brasileña, apoya a Brasil sin remordimientos. En el México vs. Brasil le va al que más lo necesite. Algunas de sus obras son "La fragilidad del campamento" (Almadía) y "Resaca" (Literatura Random House). Su libro más reciente es "Árboles de largo invierno (Almadía 2016)".

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