Juegos Olímpicos

    La justicia en los Juegos Olímpicos

    "No es evidente que los deportistas que participan en los olímpicos compitan en igualdad de circunstancias, como la justicia obligaría a hacer".

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    Yulia Efimova y Lilly King, una batalla más allá de la alberca

    Imagen Odd Andersen / Getty Images
    Yulia Efimova y Lilly King, una batalla más allá de la alberca

    Por Diego Rabasa | @drabasa

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    La delegación rusa estuvo a punto de ser eliminada de los Juegos Olímpicos por su flexible relación con sustancias prohibidas que mejoran el rendimiento de sus atletas. Algunas, como la nadadora Yulia Efimova, apenas libraron suspensiones que les permitieron competir en los Juegos. El lunes, Efimova protagonizó un duelo de alarido con la norteamericana Lilly King en los 100 metros pecho que finalmente, para biendormir del puritanismo norteamericano, se llevó la compañera gabacha.

    King y Efimova estelarizaron una telenovela silente durante las semifinales. Cuando King ganó su eliminatoria, blandió el tradicional dedo índice tan importante dentro de la semiótica norteamericana (gesto que separa a los winners de los losers). Cuando Efimova ganó su respectiva semifinal, se burló de King haciendo el mismo ademán. A pesar de que el propio Michael Phelps declaró en una entrevista para la televisión que “Siendo honestos, jamás en mi carrera he podido decir que compito en un deporte limpio”, King no tuvo empacho en arremeter contra la rusa en la conferencia de prensa que siguió al desenlace del mercado de lágrimas que sostuvo con Efimova, “¿Es posible que alguien se atreva a levantar el dedo en señal de ser el número uno después de que ha sido sorprendida haciendo trampa?”, preguntó ante el semblante descompusto de la nadadora rusa que sólo alcanzó a mascullar un tímido “Les pido que me comprendan”.

    Las competencias por tiempo presentan una paradoja que exhibe la naturaleza de espectáculo de los Juegos: un competidor puede (como ha sucedido ya) romper un récord mundial en una etapa preliminar y después ganar o perder en la final con un tiempo menor. Es decir: no importa que un atleta recorra la distancia pactada en el menor tiempo registrado en la historia del deporte, si no logra refrendar su supremacía en la hora cero, será privado de la gloria olímpica lo cual pone en perspectiva el asunto de la justicia en el marco de las competencias deportivas. En gestas como ésta, sólo el presente importa.

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    En la conferencia titulada “La idea de la justicia”, el filósofo francés Alan Badiou sintetizó el quid del asunto: “la justicia es oscura; la injusticia, por el contrario, es clara”. No es evidente que los deportistas que participan en los olímpicos compitan en igualdad de circunstancias, como la justicia obligaría a hacer. Ahí está el caso de la judoca Rafaela Silva, que creció en la favela más grande de Brasil, vuelta célebre por la película homónima de Fernando Meirelles, Ciudad de Dios. Lejos de la ostentosa buena moral que presumen Lilly King —y para el caso todos los aficionados que abuchearon a Efimova—, Silva es un verdadero milagro que arroja luz contra la noción de justicia gatopardeana propia de la clase privilegiada en las economías de libre mercado. En un mundo brutal e injusto, Silva logró prevalecer.

    Tras conseguir su medalla de oro (la primera de Brasil, por cierto), Silva dijo, hablando acerca de su comunidad de origen, “Ahí no hay mucho para hacer; no tenemos objetivos, nunca salimos de ahí…”. La judoca brasileña no sólo derrotó el cerco de movilidad que la pobreza impone, sino que también supo desafiar el brutal racismo del que fue objeto tras las olimpiadas de Londres donde tras ser descalificada por un golpe ilegal, recibió amenazas e insultos del tipo “el judo no es para los monos”, “los changos pertenecen a jaulas no a tatamis”, etcétera.

    Yulia Efimova pagó una suspensión de dieciséis meses cuando dio positivo en un control antidopaje. En una de sus primeras declaraciones, sugirió que los atletas rusos, sujetos a una estricta vigilancia por parte de un estado cuasitotalitario, que blande sus glorias deportivas como instrumento de propaganda para reconquistar su gloria imperial, no tienen entero control sobre sus dietas. Si un atleta trasgrede un control antidopaje debe ser descalificado y sancionado, pero no puede ser éste un estigma que se porte cual letra escarlata para dividir, bajo el obtuso y muy norteamericano maniqueísmo, a las y los atletas justos y honrados de las y los tramposos e indignos. La justicia, como la vida, está en otra parte.

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    Al margen de los dramas justicieros, la natación ha sacado pecho por unas olimpiadas agrietadas desde los cimientos. La sonrisa de la nadadora adolescente Penny Oleskiak que como el protagonista del magistral relato de John Cheever “El nadador”, ha visto su vida desfilar de piscina en piscina sin enterarse demasiado de los horrores del mundo, casi consigue la titánica tarea de dotar de nuevo al mundo de una pequeña pizca de encantamiento.

    Nostalgia de la muerte: apuntes de la delegación mexica

    "Merecíamos más”, podría ser un epitafio perfecto para el deporte mexicano. El fantasma de los penales parece arrobarse a lo largo y ancho de todos nuestros esfuerzos olímpicos. Las chicas del arco se dejan remontar el 0 a 2, con un hierro de su crack; los boxeadores mexicanos, se autoproclaman vencedores en victorias que sólo vieron los ojos de sus respectivas mentes (y quizá el de sus jefecitas), sólo para ver cómo el referi deja apuntando hacia la gravedad su puño en detrimento del de sus rivales; los esperanzados clavadistas conversan casi en tono de cháchara antes de lanzarse al vacío en contraparte contra la concentración samurái de sus rivales y así, una a una, van despeñándose las posibilidades de ver la bandera mexicana izarse.

    Sabrán las causas de todos aquellos que viven afuera de la ínfima burbuja de bienestar que guarda con celo en nuestro país a una clase privilegiada —cada vez menos nutrida, cada vez más vertical— que la empatía no es uno de los fuertes de nuestra nación. La falta de ocasión que nuestros atletas nos ofrecen para simular, a través del jolgorio olímpico, una identidad nacional que sugiera que nos reconocemos y acompañamos, puede, después de todo, no ser una noticia tan mala en la medida en la que no amenaza siquiera con empañar levemente el espejo en el que se refleja el ominoso presente de nuestra suave patria.

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    Diego Rabasa es Miembro del consejo editorial de Sexto Piso. Escribe regularmente para diversas publicaciones nacionales.


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